miércoles, 24 de noviembre de 2010

Detrás del muro

El hospital Moyano visto desde afuera.


El hospital Moyano, visto de afuera, parece una cárcel. Una pared altísima con manchas de humedad, ventanas enrejadas una al lado de la otra, vidrios rotos y un silencio que amenaza con ser interrumpido. Alrededor casi no hay casas. Las vías del tren de un lado, el Borda y los descampados del otro, dan la sensación de estar lejos de la ciudad, lejos de todo.
  
La entrada principal sobre la calle Brandsen da la bienvenida: “Hospital nacional neuro-psiquiátrico de mujeres”. Al lado de la puerta un cartel de la CTA se tambalea con el viento y dice: “Podran comprar la conciencia pero no podrán callar nuestras denuncias. No al cierre del Moyano”. Adentro, un hombre de pelo largo y anteojos negros (que parece salido de una fiesta de música electrónica) atiende la recepción. Después hay que atravesar el control de dos policías: un hombre y una mujer que se ríen entre ellos y no prestan mucha atención. Al fin, dentro del hospital. Desde la puerta, parece una plaza cualquiera, pero en vez de chicos, son casi todas ancianas.
 

En total son 17 hectáreas, pero sólo se usa el %35, el resto del espacio está cerrado porque se derrumba. Es un día de sol y las pacientes pasean por el parque: una mujer de unos 60 años, lápiz de labio fuxia, los ojos pintados de azul cielo, los zapatos blancos y un vestido floreado pasea con su cartera en la mano y saluda a todo el mundo. En el pasto, una chica está acostada boca abajo con el pantalón bajo, y al lado un grupo de señoras fuma sin parar.
 
Desde la entrada, mirando hacia la derecha, los pabellones están despintados, sucios y vacíos; abandonados. Del lado opuesto, las paredes son color verde agua, están limpios, ordenados, tienen techos altos y no se escucha la presencia de nadie. Una mujer de menos de 50 años, vestida con ropa vieja y calurosa, saluda con un beso y dice: “Las enfermeras están ahí. Vamos por acá”. En una sala luminosa las enfermeras toman mate y hacen chistes. Parecen divertidas. Llaman a una tal Isabel: a ella le encanta hablar con periodistas y estudiantes.

  En un cuarto contiguo Isabel Gomez explica que ese es el pabellón de enfermedades crónicas y que la mayoría de los internos son esquizofrénicos, aunque hay de todo, y cada vez entran más adictos al paco con brotes psicóticos.
Cuenta que en el hospital no hay concursos, que a los médicos de la dirección y a las jefas de enfermería las elige el gremio: “Eso deteriora mucho al hospital. Yo quisiera que haya alguien que me represente”, dice indignada. “Trabajar acá es muy agotador. Pero también te llevas muchas recompensas. Hay pacientes con las que te llevás bien y te preguntan por tu familia, te observan todo el tiempo a ver si estás linda, si te cortaste el pelo, si estás triste” cuenta Isabel mientras, del otro lado de la ventana, una paciente despeinada mira todo con atención.
 
Las enfermeras salen juntas y apuradas del salón. “Van a contener a una que está en crisis” aclara Isabel. Contener significa inyectar un químico ansiolítico que corta la excitación psicomotriz, y atar a la paciente de pies y manos a la cama. “Lo que pasa es que cuando están en una crisis te pueden moler a palos, se ponen violentas y hay que cedarlas” explica.
  La medicación se les da a todas 3 veces al día y la de la noche es la más fuerte porque hay más peligro de crisis. “Los domingos, los días de lluvia y los fines de año también son jodidos” agrega.

  La mayoría de las pacientes que viven en el hospital es porque no tienen adonde ir. “El problema es la pobreza y el abandono. Hay muchas que no son insanas y están acá por una cuestión social, porque no tienen nada”.

 Cruzando el parque, está el centro de rehabilitación, donde hay talleres de costura, computación y cocina. “A fin de año exponen las cosas que hicieron. Mucha gente viene y no puede creer que hagan cosas tan lindas. Piensan que si son locas no sirven para nada. Ese es uno de los principales problemas: la gente cree que son todas chifladas colgadas arriba de los árboles como monitos, entonces no vienen a ayudar, les da miedo y a muchos también asco”.

 Isabel cuenta que a las enfermeras del Moyano se las discrimina: “Si sos enfermera se piensan que estas para limpiar el culo y tirar pastillitas en la boca nada más.
Tenés gente muy preparada pero que sigue trabajando como si estuviera en 1854 y el equipo interdisciplinar no existe: Médicos por un lado, enfermeras por otro. Ni bola te dan”.
 
Una viejita de unos 80 años, de pelo anaranjado y brazos flacos, entra sin hacer ruido y pide por un cerrajero. “Ella era enfermera hasta que un día terminó de paciente” cuenta Isabel y le pregunta: “¿ Y todos esos paquetes de cigarrillos?”. “Los compré para compartir con las chicas. Ahora también quiero una pollera o un vestido” responde con una sonrisa, y se va.

 En el hospital tienen un kiosko que vende de todo: pinturas, ropa, golosinas, revistas y los infaltables cigarrillos. Le dicen “el mini- shopping”. A pesar de que el centro está activo, Isabel cuenta que la rehabilitación en realidad es muy poca: “No hacen nada acá, fuman todo el día. El ocio es lo que sobra. Tenemos 17 hectáreas de terreno, se podría plantar, hacer un montón de cosas, pero falta personal e iniciativa”.
  
Cuando un paciente llega se lo despersonaliza: se le saca la ropa, los horarios y la privacidad; “Es como un bebé” dice la enfermera y explica que a todos se les hacen análisis y que tienen el dentista en el hospital. “Hay cosas que desconocemos, pero que sabemos que pasan acá adentro de las instituciones. Pero se los trata bien, se los trata bien” repite.

  Es la hora del almuerzo y Cristina, una enfermera, entra a buscar una gelatina. La acompaña una paciente. “¿Y vos que haces acá? Pregunta Isabel. “La vine a acompañar a Cris, a mi me encanta Cris” responde y muestra una amplia sonrisa sin dientes. “Yo juego al bingo. El bingo es hacer la línea entera” cuenta orgullosa y se despide riéndose como una diva.

  Isabel cuenta que hay pacientes se enamoran de las enfermeras y muchas otras tienen fantasías con los médicos, los únicos hombres que ven. “El contacto con hombres sería un desastre, por eso está el Borda por un lado y el Moyano por otro. Tienen todo lo sexual muy exacerbado y se desesperan por estar con alguien. Yo a veces les recomiendo que en vez de tanto chocolate ahorren y se compren otra cosa, como un consolador” dice Isabel y se ríe a carcajadas. Después agrega que para ella tendría que haber una “zona higiénica” donde puedan ir a “hacer sus cosas” las pacientes a las que los novios las visitan.

 Isabel está convencida de que lo más importante para mejorar el hospital es no tener miedo. “A cualquiera le puede pasar, en salud mental nunca se sabe, de un día para el otro todo puede cambiar. Quizá te deprimís y te fuiste para el otro lado. Acá hay de todo: periodistas, psiquiatras, abogados, enfermeras”. Dice que habría que tirar el paredón, que la sociedad se tendría que enterar que son seres humanos, que no contagian, que tienen sentimientos y que están siendo abandonadas por todos.

“Ellas podrían trabajar pero nadie metería a una “loca” en su casa, ese es el problema. Falta mucho en la parte de rehabilitación, que tengan actividades cotidianas, que les hagan sentir que son importantes y que la vida es linda. También falta apoyo de la familia. Por lo menos que vengan a verlas, porque las dejan acá y no vuelven más. A nadie le importa que estén encerradas, nadie sabe cómo son ni que les pasa, nadie mira lo que hay detrás del paredón”.




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